
Un ancestro, de hace cinco mil años, vivía en su cueva y al calor de la fogata, dormía su mujer y cinco hijos pequeños.
Todo era silencio, solo se oían algunas ranas cantar, junto al arroyo, pasos abajo.
Mientras, el cielo despejado, mostraba las innumerables estrellas, como invitándolo a la eternidad.
Primitivo y rudo, como era en su modo de vivir, llevaba un gran tesoro en su corazón, el impulso divino de luchar por la vida y cuidar de su familia.
Ante todo lo que le rodeaba, miraba al cielo y veía su pequeñez.
Reconocía por las obras que veía, que alguien poderoso, tuvo que haber hecho tantas maravillas.
Junto a su pequeño de dos años que dormía junto a el, contemplaba sus manitas, sus pies pequeños y pensaba en la alegría con que diario jugaba, también recordaba los detalles de amor, que su mujer le daba, demostrándole que lo necesitaba.
Toda la familia reconocía a un ser supremo y le demostraban su aprecio, diariamente con danzas y cantos.
Cuando este hombre hacia algo malo, escuchaba su conciencia y se echaba cenizas en la cabeza, como signo de arrepentimiento.
En esa vida silvestre, tenia lo necesario para vivir: como casa, la cueva; como vestido, las pieles de los animales; como alimento, los vegetales y animales.
Agua no les faltaba y si alguien se enfermaba, habían aprendido de sus padres, el remedio con ciertas plantas.
Eran muy felices, porque su corazón era humilde y vivían la hermandad y se llenaban de sabiduría…
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